Un banquito, una silla de comedor, una camisa secando, unas chanclas y una caneca que sirve de nochero están afuera de una carpa en los bajos de la Oriental con San Juan. Es afortunado, el vecino solo tiene un plástico negro y un pedazo de espuma. Hasta en la miseria hay estrato. Los cambuches se multiplican bajo puentes, en glorietas, aceras y parques, en la ribera del río, en la Paz, la Minorista y Niquitao, en la quebrada La Picacha, en la avenida Guayabal con la 80, en la Aguacatala.
Medellín es una ciudad que duerme en cambuches. Según le reportó la Red de Calle a la Secretaría de Inclusión Social el año pasado, las cerca de 3.000 personas que se estimaba que en 2019 estaban en situación o condición de calle subieron a 8.000. Ahí están los que tienen la calle como hogar, los que no han roto del todo el cordón, los migrantes y aventureros de paso, los olvidados, los invisibles. Ahí está Medellín pintada.
Hace 20 años que toda la vida de El Chino cabe en un costal. Ahora tiene 34, creció arriba en Robledo pero su hogar hace mucho es la Oriental, esa avenida de carriles anchos e indiferentes que como un machetazo partió en dos el Centro por allá en los años 60.
El Chino fue de los primeros en armar guarida en las pomposas pirámides que se construyeron en la Oriental y se encaletó en una que tenía vista hacia la iglesia de San José. Después pasó el progreso vestido de tranvía, borró los retazos que quedaban de esos montículos caprichosos de baldosín de colores y otra vez se quedó sin casa. Entonces, se cansó de andar errante entre las silenciosas madrugadas del Centro, en las que lo único que se mueven son los muñequitos de los semáforos peatonales, y armó dormida en la copa de un cedrillo adulto.
Primero se trepó a las ramas intermedias y amarró bolsas que le sirvieran de nochero; después, como si fueran nidos de pájaro gulungo, puso a colgar costales y metió la poquita ropa que lo acompañaba. Las ramas más delgadas las usó para poner a secar los chiros mojados y así, de a poquitos, fue armando su hogar entre la arboleda del separador de la gran avenida y el bullicio de los trancones.
“La primera vez me subí con un costal en la cabeza y me iba quedando dormido”, cuenta el Chino, que no se quita una boina a cuadros que le cubre a medias una trenza larga y grasosa. Tiene manillas de bolitas de colores en las dos muñecas, una camiseta que se ve parda de tanto mugre, con un boquete en la tetilla derecha, y un pantalón dos tallas más grande. Abajo, en medio del desorden en el que se arremolina el reciclaje con el que se gana algunos pesos, se acuclilla para prender la pipa y dar un pitazo de bazuco. Le ofrecemos pan con queso, lo parte en pedazos, pone un mendrugo encima de un cartón. Come mientras conversa.
Dice que la dormida empezó a mejorar cuando alguien llegó cualquier tarde y le regaló una hamaca grande. ¿Y qué hacés, Chino, cuando se larga el aguacero? “Pongo un plástico arriba, en el copo, y lo tiemplo para que el agua caiga para los lados”. ¿Y cómo es dormir todas las noches en un árbol en plena Oriental, no te da miedo? “Es muy berraco, pienso de todo, sueño que se va a caer el palo todo el tiempo”. ¿Y qué es lo más duro de vivir en la calle? “No me cree, pero en 20 años no me acostumbro a hacer las necesidades por ahí”.
Dice que el árbol empezó a florecer cuando él lo escogió para dormir. Mientras conversamos con el Chino se ven las pepas grises y amarillas que bota el cedrillo. En el tronco, clavado con una puntilla oxidada, está Splinter, una ardilla de peluche que no desampara al Chino. ¿Y la familia qué? “Si mi mamá viene y me ve, me lleva de una”. ¿Ya se lo llevó para la casa antes o qué? “No, a mi mamá la mataron hace nueve años. Y yo no me quiero ir todavía, estoy un poquito cuerdo y creo que puedo salir”.
Raúl Rincón rompe el ritmo cotidiano en los bajos del puente de San Juan con la Oriental, una de tantas calenturas que tiene el Centro. Carga, junto con dos amigos, madera seca y leños de puntas carbonizadas para alimentar las llamas de una olla de orejas grandes donde caben 50 litros. Cada dos semanas prende el fogón y monta comedero para más de 100 personas. Mientras el sancocho está a borbotones y el olor a comida se esparce, los últimos moradores que quedan despiertos empiezan a sacudir cartones, plásticos y papeles para empezar un día que hace mucho tiempo es el mismo día.
“Yo sentí eso alguna vez, vivir en angustia y soledad”, dice Raúl, mientras el mundo a su alrededor se termina de desperezar, imbuido por el olor a sancocho, a sacol, a basura, a humedad, a ese almizcle de olores ahumados y rancios que envuelve a ciertas zonas del Centro.
Un plástico negro amarrado con pitas de la reja de un parqueadero está terso con cinco piedras. Alguien asoma la cabeza, los ojos lagañosos de un cuerpo enjuto y tostado por el mugre terminan de salir para prender una pipa de bazuco. Buenos días, mundo.
“Acá en el Centro está el dolor”, afirma Raúl, que pertenece a la Red Nacional de Ollas Comunitarias. El sancocho da el punto, se arman filas, se entregan platos desechables y empieza la repartición hasta donde alcance. “Pueden saborear un buen plato, masticarlo, calmar el hambre por un momento. Hay una ecuación perfecta, póngale ojo: estómago lleno, corazón con esperanza, cabeza que piensa es mano que no delinque”.
Una pareja de venezolanos se acerca esperanzada por el festín que está por servirse. La mujer pregunta como el que no quiera la cosa, con sonrojo y algo de pudor, que si sus hijos colombianos pueden venir a comer. Uno tiene tres y el otro once años pero no caminan con ellos porque ambos están encerrados en la pieza de un inquilinato como garantía de que no se van a ir sin pagar los 25.000 pesos que cuesta dormir cada noche. “Apenas tenemos 15.000 pesos, con 3.000 pesos más me los dejan sacar”. Cuenta que vienen de Monagas después de haber tirado dedo en la carretera para buscar mejores días. Hoy, por lo menos, tienen asegurado un plato de comida caliente.
Siete gallos de pelea están amarrados con pitas y estacas de madera en la glorieta de la Minorista. El Tuerto de los pobres, Giro, Camagüey y Pinto están más cerca de su entrenador, Ender Fino, un venezolano de 57 años. Es de Maracaibo y llegó hace seis meses a Medellín, después de una correría por el Valle del Cauca, donde se ganaba la vida en cuanta gallera había. Ender habla pausado, mirada reflexiva, con ojos de alguien que tiene proyectos. Lo primero que quiere hacer es pintar los troncos donde El Tuerto de los pobres está amarrado para mejorar el ambiente, para darle su toque hogareño porque todos queremos que el lugar donde vivimos se vea bonito.
“Se me cayeron los ánimos, tenía un plante en Palmira, hasta una moto compré y todo se fue. Pero va ser pronto el día que diga no fumo más”, cuenta Ender. No quiere morir en las tinieblas.
A cada gallo le tiene su cajón. Todas las mañanas los busca en la bodega donde duermen y los trae para que se refresquen y lo acompañen mientras él cavila sentado en un retablo que tiene las puntas cubiertas con aluminio. Ender dice que está acostumbrado a lidiar con animales porque nació en una finca y su trabajo desde pequeño fue con caballos y gallinas. Por eso tiene en mente dejar libres un par de ponedoras para sacarles huevos cada tanto. ¿Cómo armás la dormida si no cargás plástico, Ender? “No es tiempo de lluvia, mire que todo está florecido (señala un cámbulo naranja). Claro que cuando se suelta, nos toca hacernos debajo del puente (el peatonal que llega hasta la entrada de la plaza)”. ¿Entonces, dormís acá? “Mire, ahí tengo mi cobija, me acuesto y veo las estrellas”.
Estaba preparando los gallos —que no son de él pero los cuida como sus hijos— para una pelea que tenía ayer en Villa Hermosa, o Manrique, o Zamora. No sabía bien dónde pero ahí estaba, con la esperanza de que El tuerto de los pobres, el más veces campeón, gane y le quede una platica para volver a empezar.
¿Ender, qué es lo más duro de vivir en la calle? Tenía la respuesta lista, en la punta de la lengua, como si supiera que iba a llegar. Se ve que ha meditado el asunto hace mucho, sentado en su retablo, viendo girar el mundo desde adentro de una glorieta. “Las humillaciones. Uno se puede limpiar todo, pero las humillaciones no salen así no más”.
Regalan sancochos, frijoles y sánduches
La Red Nacional de Ollas Comunitarias recorre las ciudades ofreciendo un plato de comida, tiene presencia en 17 departamentos, incluido Antioquia. Es una organización civil de voluntarios que reúne donaciones para luchar contra el hambre en las calles. Raúl Rincón lidera el movimiento en Medellín. Además de sancochos, también comparten frijoladas y sánduches. “Si quiere aportar a esta causa, la organización recibe ayudas en especie o en efectivo. Queremos la semana entrante poder hacer una frijolada para 200 personas en el Centro, vamos a ver dónde nos instalamos”, anuncia Raúl. Puede ver sus obras en la página https://rednacionalollascomunitarias.org y en la cuenta de Twitter @Son15Letras. A Raúl le pueden escribir al 320 4739016.
Redactor del Área Metro. Interesado en problemáticas sociales y transformaciones urbanas. Estudié derecho pero mi pasión es contar historias.
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